CuentoEntre Bukowski y la muerte de las dos serpientes

Entre Bukowski y la muerte de las dos serpientes

Autor: ©2024 William Castano-Bedoya

CRÓNICAS DE TRES MILLAS. Crónica 1ra:

Salí a caminar las tres millas de siempre; a veces lo hago hacia el norte, otras veces hacia el sur o al este u oeste; eso depende de mí animosidad y de lo que me proponga pensar mientras camino. A menudo acompaño mis pasos simplemente escuchando alguna obra literaria. Ese es el caso de hoy; casualmente, escucho desde hace algunas caminatas «El Cartero» de Charles Bukowski, un tipo a quien me he acostumbrado a querer por su pasado rico en autenticidades.

Esta vez tomé mis primeras dos cuadras entre las casas del vecindario que me llevaron por Palancia Avenue al este. Caminar hacia el este es quizás la ruta que más me gusta, pues encuentro mucha paz en el entorno. Es una ruta sosegada y libre, un regalo de la libertad. Caminé ese primer tramo hasta una casona pintada de amarillo, con unas buganvillas rosadas —de un rosa intenso, como barbies— que se arrojan sobre los muros del jardín y me saludan coquetas. ¡Cómo las disfruto! Ahí, obligadamente, debo dar un leve giro hacia la derecha cuando se me aparece una calle encorvada que pertenece a la avenida San Amaro y que se dirige unas cuadras después, hacia el sur, bordeando la Universidad de Miami. En esa curva cegadora es donde mi tranquilidad se asara; justo ahí, durante unos treinta segundos de caminata, suelen aparecer, fortuitamente, algunos seres humanos que conducen sus vehículos de manera rápida y audaz. Siempre temo que alguno de esos vehículos me arrolle y como precaución, dejo de deleitarme con el espectáculo natural de las buganvillas y me refugio en mi instinto de conservación; entonces, conduzco mis pasos sobre el asfalto y subo cauteloso a la grama, así pues mi trayecto por esa curva cegadora no dura más que un minuto, pues debo girar un tanto a la izquierda abandonando esos segundos de terror sobre San Amaro.

A estas alturas, mi caminata acumula unos cinco minutos. Ya la paz vuelve a reinar en mí. Entonces, con los instintos de conservación relajados, hago inmersión en Bukowski e hipnotizado por el cartero y sus desparpajos me encauzo hacia la izquierda y camino sobre un pedazo de asfalto que en ese vecindario toma el nombre de Avenida Mendavia. Es una calle que abraza el sur de un exclusivo y silencioso campo de golf, parte del Riviera Country Club, y que deja ver en la inmensidad del horizonte la cúpula del majestuoso Hotel Biltmore. Siempre miro ese hotel, pues a él le debo muchas páginas de Ludovico, una novela que escribí un día pensando en las ficciones de un personaje tan auténtico como el mismo Bukowski. Miro el Biltmore siempre por gratitud literaria más que por su belleza, pues ya me he acostumbrado a ella.

Mendavia, para mi parecer, es una cuadra larga que se ahoga con otro extremo del campo de golf, pero que antes se ve cruzada por Santa María Street, una calle recta de exuberante belleza y paz. Yo no diría que es una calle, sino un privilegio, esa sensación de silencio absoluto. Mientras Bukowski me acompaña por unos nueve minutos sobre Mendavia, a un ritmo muy lento que no alcanza las tres millas por hora (4.8 Km), nuevamente, mi instinto de conservación tuvo el sobresalto más grande que había sentido en los últimos meses o quizás años. Pegué un salto tan intempestivo y mi corazón se puso tan arisco del susto cuando me percaté de que una serpiente gris muy oscura, como el carbón vegetal y un vientre largo coloreado de marfil, tan larga como todo mi brazo derecho, estaba echada en la calle, pisoteada por algún vehículo del que no alcanzó a huir pese a la angustia que le infringió su arrastre natural cuando vio esa llanta negra como la muerte que demolería sus entrañas sin remedio, pese a su serpenteo en pánico, en huida. Ver una serpiente es cosa rara pensé, pero verla muerta porque un accidente fortuito la aniquiló de este mundo, me causa sensaciones encontradas, me da sentimiento, me compadezco del reptil inerme. Luego de discernir, aún nervioso, tomé mi teléfono y la fotografié. Pensé en apartarla de la vía, pero presumí que mi instinto de conservación me advertía que el infeliz animal pudiera en su silencio aún estar agonizando y por seguro algunos de sus movimientos, que no se dieron, me darían pánico.

Entonces, con mucho pesar, seguí mi caminata. La abandoné a su suerte, tal y como se abandonan los moribundos de las guerras modernas. Las guerras que no son mías. Me imaginé a esos muertos cuando aún agonizan y serpenteando sus cuerpos tratan de huir de la muerte. Recordé, en medio del dilema de la muerte de la serpiente, una frase presente en una de mis novelas, «La muerte es un castigo para el cuerpo cuando este ya no puede hacer más el milagro de existir», pero esa frase no logra liberarme de la imagen de aquel ser convertido en una cuerda tirada en el piso. La muerte le sobrevino porque no tomó precauciones de arrastrarse solo por el jardín y no sobre el asfalto. Retomé mi caminata pensando en su angustia antes de morir; es un ser que sufre como nosotros, los pánicos, las histerias, las paranoias, y que huye de los asfaltos para que no lo atropellen los carros manejados por los humanos. Entonces se me presentaron paralelos mentales con aquellas serpientes que caminan erguidas disfrazadas de seres humanos. Desfilaron por mi imaginación dejando a Bukowski como un susurro. Algunas serpientes que usan ropas y que manejan carros, desde aquel político condenado por corrupción o prevaricación, cuya reputación se arrastra por  culpa de su comportamiento ilegal o poco ético. Me compadecí también por esa cadena de serpientes que sobrevinieron mi imaginación, de otras serpientes con ropa que al ser pilladas por las llantas de la sociedad se arrastran tratando de salvar de la muerte su honor y poca dignidad. Desde aquel líder religioso atrapado en un escándalo de abuso sexual, cuya imagen pública se arrastra a causa de las acusaciones en su contra; hasta aquel empresario prominente acusado de fraude financiero, cuya reputación y credibilidad se arrastran mientras enfrenta las consecuencias legales de sus acciones, ni que decir de aquel famoso deportista encontrado culpable de dopaje, cuya carrera y legado se arrastran acosadas por la deshonra asociada con el uso de sustancias prohibidas o aquel artista reconocido que enfrenta acusaciones de plagio, cuya integridad y originalidad se arrastran debido a las sospechas de copiar el trabajo de otros; o del académico reconocido que es descubierto falsificando datos en sus investigaciones, cuya reputación académica se arrastra a falta de integridad científica. O aquel líder comunitario que es sorprendido en actos de hipocresía, como predicar la honestidad mientras está involucrado en actividades fraudulentas, lo que hace que su autoridad moral se arrastre. O aquel influencer de redes sociales que es expuesto por comprar seguidores o «likes», cuya credibilidad se arrastra como castigo a la falta de autenticidad en su presencia en línea. O el ejecutivo corporativo que es atrapado mintiendo sobre el impacto ambiental de su empresa, cuya reputación se arrastra como resultado de la falta de transparencia y responsabilidad social. O un profesor universitario que es despedido por comportamiento inapropiado hacia los estudiantes, cuya carrera académica se arrastra debido a la pérdida de confianza y respeto en la comunidad académica.

Caminé conmovido, filosófico en mi interior, mis pensamientos burbujeaban con tristeza, no podía controlarlo, ¿Qué hace Bukowski hablándome a estas alturas? pensé ofuscado. Traté de hacer inmersión nuevamente en el cartero, pero la bendita serpiente me decía que estaba triste, que su protagonismo en vida se extinguió y que por seguro decenas de ellas serán pisadas sin remedio y serán cuerdas tiradas en el piso, cuerdas que asustan. Caminé turbado por Santa María al norte; ese sendero me tomó unos diez minutos adicionales hasta que llegué a Pinta Court, un pedazo de calle que a la izquierda es Pinta Court pero que con un pequeño viraje a la derecha continúa siendo Santa María. Entonces decidí seguir por Santa María hasta una calle sin salida llamada Algardi Avenue, realmente una cuadra larga, que se topa con la misma Pinta Court por el otro lado haciendo una especie de anillo entre Santa María, Algardi y Pinta Court. Justo en la mitad de Algardi, decidí no escuchar más a Bukowski porque me desconcentré, y me sumí en los pensamientos; sabía de antemano que al tomar Pinta Court para volver a desembocar a Santa María, ya había llegado a la mitad de mi caminata y que justo a unos cincuenta pasos sobre Pinta Court, la mancha seca, pero aún con algunos volúmenes de proteína y una escamosa piel triturada por el paso de los carros durante los últimos tres días, me dejaban ver el triste pasado de otra serpiente, de la misma raza y tamaño que aquella, que perdió su vida hoy. Juro que dos días antes me asusté con la misma intensidad que hoy y no pude dejar de asustarme al ver que con el paso de las llantas hoy ya no era una serpiente, sino una hoja de serpiente pegada al asfalto y que no había duda de que en esa condición no se movería para picarme si decidiera apartarla de la vía. En todo momento mi instinto de conservación me ató al pánico.

Regresé a casa habiendo cumplido las tres millas, pensando en Bukowski y en la tragedia de las dos serpientes jardineras

William es un escritor Colombo estadounidense que cautiva al lector con su habilidad para plasmar las experiencias únicas y las luchas universales de la humanidad. Originario del Eje Cafetero de Colombia, nació en Armenia y pasó su juventud en Bogotá, donde estudió Marketing y Publicidad en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. En la década de 1980, emigró a Estados Unidos, donde se naturalizó como ciudadano estadounidense y desempeñó roles destacados como líder creativo y de imagen para proyectos de grandes corporaciones. Después de una exitosa carrera en el mundo del marketing, William decidió dedicarse por completo a su verdadera pasión: la literatura. A principios de siglo comenzó a escribir, pero fue en 2018 cuando tomó la decisión de hacer de la escritura su principal ocupación. Actualmente, reside en Coral Gables, Florida, donde encuentra inspiración para sus obras. El estilo de escritura de William se distingue por su profundidad, humanidad y autenticidad. Entre sus obras más destacadas se encuentran ‘Nos Vemos en Estocolmo’, ‘Los Mendigos de la luz de Mercurio: We the Other People’, ‘El Galpón’, ‘Flores para María Sucel’ y ‘Los Monólogos de Ludovico’.

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