Expresiones del autorEn un mundo sin alma, los hechos destierran los sentimientos
Un mundo sin alma

En un mundo sin alma, los hechos destierran los sentimientos

Autor: ©2025 William Castano-Bedoya

CRÓNICAS DE TRES MILLAS:

Hoy camino mis tres millas. Cambio de rumbo, busco salir de la monotonía de mis pasos. Opto por una caminata de doblar esquinas, repitiendo algunas cuadras para no ir demasiado lejos, mantengo sin embargo la distancia que camino a diario.

Mi mente,  se resiste a ceder ante los mismos principios de pensamiento. Esa mañana leo un comentario que me llega a propósito de mi artículo «Orwell, Dante y los Dioses Terrenales 2025«, donde imagino un purgatorio contemporáneo habitado por familias inmigrantes que huyen de la muerte o el hambre y que, pese a esas circunstancias, continúan sosteniendo la prosperidad de una nación gobernada por una nueva águila despiadada.

En estos días, las circunstancias de nuestro mundo me llevan a reflexionar sobre cómo los sentimientos de la humanidad parecen claudicar ante los hechos, las cifras acentuadas por clichés de odio y por una intolerancia disfrazada de justicia social. Me detengo entonces a pensar en el poder de los hechos, en cómo el águila los enarbola para reinar y ocultar su odio y egoísmo. Así pues, los hechos que rigen nuestra humanidad han dejado de ser exclusivamente humanos: en ausencia de sentimientos, no negocian, no sienten culpa ni conceden espacio a la misericordia. Mientras el suelo percibe la cadencia de mis pasos, mi mente se entrega a un soliloquio sincero, libre de las conspiraciones que intentan contaminar la pureza de los pensamientos. Me pregunto: ¿qué lugar ocupan el amor, el miedo, la nostalgia, la compasión? Si no pueden cambiar los hechos, ¿están condenados al olvido o encontrarán refugio en la lógica y la razón? Quizás el amor logre desafiar la frialdad de los hechos o, mejor aún, engendre hechos capaces de traer felicidad plena a los seres vivos que habitamos este minúsculo terrón del universo. Nuestras vidas se ven arrastradas hacia un panorama potente y aterrador: un mundo vacío y sin almas, gobernado por la tormentosa realidad de los hechos. Recuerdo una escena de odio donde escucho: «Si no estás vestido con traje y corbata, eres indigno de sentarte cerca del águila.» Concluyo que los sentimientos son los grandes seres devorados por animales infames que rigen los territorios de la vida: un águila que devora a sus propios polluelos para que no ensucien su nido; un oso siberiano que arrasa con tierras ajenas; un cocodrilo caribeño que arroja al mar a las almas inconformes; un jaguar bolivariano que exilia o martiriza a sus propios hijos; un león de las estepas del África involucionada que mata por doctrina; un halcón de las arenas del desierto que somete a las mujeres; y un fantasioso dragón de la terrible nación del norte oriental, que amenaza al mundo con sus bombas atómicas mientras reprime a sus congéneres. Millones de seres humanos sufren en paralelo acosados por estos animales crueles. En este mismo instante, sus existencias son golpeadas por la persecución, la amenaza de la muerte y la desolación. Estamos a merced de lo que producen los cerebros devoradores de sentimientos que rigen el mundo. Es escalofriante el retrato de nuestra humanidad despojada de su esencia, reducida a una maquinaria de datos y dominio, sin empatía, sin dolor, sin amor—solo con la fría lógica del poder. Nos están convirtiendo en cuerpos vacíos, cerebros hambrientos de empatía. En este reino de los hechos, los sentimientos son esencias humanas cazadas, perseguidas y erradicadas porque representan una amenaza al orden de los “facts”—esa nueva verdad absoluta impuesta por la modernidad, donde solo lo cuantificable es real y lo humano, una variable insignificante y fútil. A los sentimientos no les queda salida: se ocultan dentro de nosotros con más miedo que esperanza; somos como aves migratorias que aún valoran la libertad, aunque intuyen que serán aplastadas sin piedad. Desde las alturas, seres maquiavélicos y robóticos, con cuerpos humanos y cerebros mecanizados, observan impasibles. Sin empatía en sus sensores, llegan al poder elegidos por humanos tristes, aquellos que odian la felicidad ajena pero que, paradójicamente, guardan la esperanza de alcanzarla adorando al águila que persigue a los vulnerables de la tierra. Un águila que, lejos de retribuir felicidad, destruye la esencia misma de la existencia: la capacidad de sentir y de crear gozo. Seres que rinden cuentas a un símbolo que alguna vez representó la libertad, pero que ahora glorifica la razón implacable e impone que solo lo verificable y lo tangible tienen derecho a existir. La imagen del águila destruyendo los nidos de un ave migratoria es una representación brutal pero precisa de la persecución y la destrucción de aquellos que buscan un hogar. Nuestra existencia, en su propia naturaleza, encuentra su reflejo en otras especies animales afectadas por las políticas del águila. Los inmigrantes son representados por esa ave errante que busca un lugar para anidar, pero el poder del águila la persigue, destruyendo su hogar y su descendencia. Nuestros empresarios son castores, constructores de diques y ecosistemas, pero el águila, que no tolera estructuras que no sean las suyas, destruye sus obras, dejándolos vulnerables. Nuestros veteranos son lobos viejos, guerreros que han servido a la manada, pero que ahora son descartados o dejados atrás cuando ya no pueden pelear. Su lealtad es recompensada con el olvido. Nuestros ancianos son tortugas, lentas, sabias, testigos de múltiples generaciones, pero el águila, que vuela rauda y sin mirar atrás, no les concede valor. Luego de arrancarlos de sus suelos, los despelleja y abandona sus cuerpos inermes para que los depredadores del destino limpien sus restos de la faz de la tierra. El águila, por sí misma, se ha propuesto una limpieza étnica, pues cree que solo las águilas y quizás los otros animales del reino humano merecen existir, mientras que las aves migratorias, los castores, los lobos viejos o las tortugas deben ser desalojados de sus designios. Solo las águilas son dignas de la existencia, aunque esta sea infeliz y agiotista, y de manejar la raza humana en su circo de títeres. ¿Es acaso esta visión de un mundo devorador de sentimientos en favor de la dictadura de los hechos una distopía filosófica brutal? ¿Es posible imaginar un mundo sin sentimientos que siga siendo humano? ¿Crees que especulo o conspiro? No. Solo filosofo… La realidad no necesita teorías: abre cualquier portal de noticias y verás cómo los titulares hablan por sí solos. Regresé a casa con la mente aún atrapada en estas ideas, cerrando mi caminata reflexiva con una sensación de incertidumbre. Mientras pensaba en esto, el gato pasó de largo, ignorándome. No esperaba menos. Sé que es ingrato, que tiene empatía pero le cuesta demostrarla. Que jamás se conmovería por mi cansancio o mis pensamientos existenciales. Y, sin embargo, cuando me vio en el sofá, bebiendo agua en silencio, se echó a mi lado.

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William es un escritor Colombo estadounidense que cautiva al lector con su habilidad para plasmar las experiencias únicas y las luchas universales de la humanidad. Originario del Eje Cafetero de Colombia, nació en Armenia y pasó su juventud en Bogotá, donde estudió Marketing y Publicidad en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. En la década de 1980, emigró a Estados Unidos, donde se naturalizó como ciudadano estadounidense y desempeñó roles destacados como líder creativo y de imagen para proyectos de grandes corporaciones. Después de una exitosa carrera en el mundo del marketing, William decidió dedicarse por completo a su verdadera pasión: la literatura. A principios de siglo comenzó a escribir, pero fue en 2018 cuando tomó la decisión de hacer de la escritura su principal ocupación. Actualmente, reside en Coral Gables, Florida, donde encuentra inspiración para sus obras. El estilo de escritura de William se distingue por su profundidad, humanidad y autenticidad. Entre sus obras más destacadas se encuentran ‘Nos Vemos en Estocolmo’, ‘Los Mendigos de la luz de Mercurio: We the Other People’, ‘El Galpón’, ‘Flores para María Sucel’ y ‘Los Monólogos de Ludovico’.

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