
Reflexiones sobre el Sistema de Salud en Estados Unidos: Un Laberinto Vertical
Autor: ©2024 William Castano-Bedoya
CRÓNICAS DE TRES MILLAS:
- Editar Editor de texto
«El hombre es la medida de todas las cosas.» — Protágoras.
Sin embargo, en el sistema de salud actual, pareciera que esa medida ha sido sustituida por cifras, estadísticas y márgenes de rentabilidad.
En un mundo donde las narrativas del progreso y la tecnología parecen dominarlo todo, camino reflexionando sobre los hechos que realmente mueven nuestras vidas, los pequeños hilos que tejen nuestras historias cotidianas. Esta semana, el asesinato del CEO de una gran corporación en Nueva York ocupó los titulares; una tragedia que, aunque lejana, evocó en mí una pregunta recurrente: ¿qué tan frágil es el sistema que sostiene nuestras vidas? No me refiero solo a la economía o la política, sino a algo más íntimo: el sistema de salud en Estados Unidos, ese enigma que debería curarnos, pero que a menudo parece desgastarnos aún más.
El interés que rodea este caso parece ir más allá de la tragedia misma, quizá porque la víctima no era una persona cualquiera, sino alguien cuyo rol encarnaba la esencia de un sistema basado en la eficiencia financiera. Su misión, respaldada por millones de dólares de compensación anual, no era salvar vidas directamente ni mejorar la calidad del cuidado médico en su día a día, sino garantizar la sostenibilidad económica de su empresa. En un modelo donde el ahorro en costos y la evaluación de riesgos son pilares fundamentales, surge una paradoja inquietante: los mismos mecanismos que aseguran la rentabilidad corporativa pueden transformarse en una travesía incierta para los pacientes, quienes quedan atrapados en una estructura que parece diseñada para negar más de lo que otorga. Este hecho refleja no solo la complejidad de las jerarquías de poder, sino también una tensión inherente entre las prioridades económicas y las necesidades humanas.
«La salud no lo es todo, pero sin salud, todo lo demás es nada.» — Arthur Schopenhauer. Esta verdad se pierde en un sistema donde los pacientes se convierten en gestores de su propio cuidado, navegando un laberinto de trámites y decisiones desarticuladas.
La verticalidad del sistema de salud en Estados Unidos no es solo un problema estructural; es una metáfora de nuestra desconexión como sociedad. Sus múltiples niveles—médicos, especialistas, seguros, terapeutas—operan como torres aisladas que no se miran entre sí. Como paciente, uno se siente como un peregrino en un laberinto de puertas cerradas, buscando un camino que conecte todas las piezas de su tratamiento. A veces, después de meses esperando una cita, llegas al consultorio solo para que te digan que no pueden atenderte porque falta un documento, un «referido» que nadie se preocupó por gestionar. De repente, no eres un ser humano en necesidad de ayuda, sino un gestor atrapado en un sistema indiferente.
«El todo es más que la suma de sus partes.» — Aristóteles. En el sistema de salud, esta idea se fragmenta: cada actor opera en su propia esfera, dejando al paciente con la tarea imposible de unir los fragmentos.
En mi caso, fue mi rodilla. Una simple cirugía que se transformó en un proceso interminable. El cirujano hizo su trabajo, pero el terapeuta nunca habló con él para adaptar mi rehabilitación. Mientras tanto, el seguro denegaba las terapias recomendadas porque sus algoritmos decidieron que no eran «necesarias.» Esos algoritmos, máquinas sin alma, calcularon mi salud con base en promedios estadísticos, ignorando mi dolor, mi tiempo, mi vida. Así pasaron los meses, con un sistema fragmentado donde cada actor actuaba como un planeta en su propia órbita, ajeno a los demás. Al final, mi rodilla no logró recuperar el rango de movimiento. No fue un fallo médico; fue un fallo del sistema. Un sistema vertical que nunca se preocupó por volverse horizontal, por conectar los puntos entre sus propias piezas.
«El hombre está condenado a ser libre.» — Jean-Paul Sartre. En este caso, esa condena de libertad se traduce en un paciente que debe asumir responsabilidades que el sistema debería haber tomado por él.
Hay una imagen que no puedo sacarme de la cabeza: el paciente como un náufrago en un mar de burocracia, obligado a nadar solo entre especialistas que no se hablan, terapeutas que siguen libretos y aseguradoras que solo ven números. Cada llamada al seguro es un intento de remar hacia tierra firme, cada cita cancelada es una ola que te devuelve al mar abierto. En este laberinto, la recuperación no depende solo del tratamiento, sino de tu capacidad de navegar un sistema que parece diseñado para que te hundas.
«La vida no es esperar a que pase la tormenta, sino aprender a bailar bajo la lluvia.» — Vivian Greene. Pero, ¿cómo bailar bajo la lluvia cuando el sistema de salud te priva del paraguas básico de la atención coordinada?
El sistema de salud, en su verticalidad, recuerda a una catedral gótica: impresionante desde fuera, pero llena de escaleras imposibles y habitaciones oscuras que nunca conectan entre sí. Su propósito, en teoría, es elevado: sanar, restaurar, salvar. Pero su ejecución está llena de fracturas. ¿Cómo podemos llamar “salud” a algo que obliga al paciente a convertirse en su propio médico, terapeuta y gestor, todo al mismo tiempo?
«No podemos resolver problemas con la misma mentalidad que los creó.» — Albert Einstein. Para superar este laberinto, es necesario cambiar nuestra forma de pensar la salud, pasando de un enfoque vertical a uno horizontal.
Sin embargo, no todos los sistemas de salud del mundo operan de esta manera. Países como Dinamarca o los Países Bajos han diseñado sistemas que priorizan la cohesión y la colaboración entre los distintos niveles de atención. En estos lugares, los médicos de cabecera actúan como coordinadores, garantizando que los pacientes sean referidos correctamente y que la información fluya entre especialistas y terapeutas. Incluso en sistemas de salud públicos robustos como el del Reino Unido, aunque no exento de problemas, existe una mayor integración que permite a los pacientes moverse a través del sistema sin sentirse como gestores de su propio cuidado. Estos modelos muestran que es posible diseñar un sistema horizontal, interconectado, donde el bienestar del paciente sea el centro y no un subproducto.
Cuando el CEO de Nueva York fue asesinado, el mundo corporativo entró en crisis, preguntándose cómo alguien tan esencial podía ser eliminado tan fácilmente. Pero, ¿y nosotros? Los pacientes somos los CEOs de nuestras propias vidas, y sin embargo, enfrentamos sistemas que nos hacen sentir prescindibles, como si nuestras historias fueran un número más en sus balances.
Si algo aprendí de mi experiencia, es que necesitamos transformar la verticalidad en horizontalidad. Los médicos deben hablar con los terapeutas, los seguros deben escuchar a los pacientes, y el sistema debe enfocarse en su propósito real: la salud, no las ganancias. Porque al final del día, la salud no es solo la ausencia de enfermedad, sino la capacidad de vivir plenamente, de caminar con firmeza, de sentirnos vistos y escuchados. No es suficiente lamentar la muerte de un CEO; debemos cuestionar el sistema que él representaba y las vidas que, día a día, quedan atrapadas en sus engranajes.
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William es un escritor Colombo estadounidense que cautiva al lector con su habilidad para plasmar las experiencias únicas y las luchas universales de la humanidad. Originario del Eje Cafetero de Colombia, nació en Armenia y pasó su juventud en Bogotá, donde estudió Marketing y Publicidad en la Universidad Jorge Tadeo Lozano. En la década de 1980, emigró a Estados Unidos, donde se naturalizó como ciudadano estadounidense y desempeñó roles destacados como líder creativo y de imagen para proyectos de grandes corporaciones. Después de una exitosa carrera en el mundo del marketing, William decidió dedicarse por completo a su verdadera pasión: la literatura. A principios de siglo comenzó a escribir, pero fue en 2018 cuando tomó la decisión de hacer de la escritura su principal ocupación. Actualmente, reside en Coral Gables, Florida, donde encuentra inspiración para sus obras. El estilo de escritura de William se distingue por su profundidad, humanidad y autenticidad. Entre sus obras más destacadas se encuentran ‘Nos Vemos en Estocolmo’, ‘Los Mendigos de la luz de Mercurio: We the Other People’, ‘El Galpón’, ‘Flores para María Sucel’ y ‘Los Monólogos de Ludovico’.